
100.
En presencia de la incertidumbre de las revelaciones hechas por los Espíritus, hay quienes se preguntan de qué puede servir el estudio del Espiritismo.
Sirve para demostrar materialmente la existencia del Mundo Espiritual. Como el Mundo Espiritual se halla integrado por las almas de los que vivieron, de ello resulta la prueba de la existencia del alma y su sobrevivencia al cuerpo.
Las almas que se manifiestan vienen a revelarnos sus alegrías o sus sufrimientos, según el modo como hayan empleado la vida terrestre. Con lo que tenemos la prueba de la realidad de las penas y recompensas futuras.
Las almas o Espíritus, al describir su estado y situación, rectifican las ideas falsas que nos habíamos formado sobre la vida venidera, y principalmente acerca de la naturaleza y duración de las penas. De este modo, habiendo dejado de ser la vida futura una teoría vaga e incierta, para convertirse en un hecho comprobado y positivo, de ello se sigue la necesidad de trabajar lo más posible, durante la vida presente, que es de corta duración, en provecho de la vida venidera, cuya duración es ilimitada.
Supongamos que un hombre de veinte años de edad tenga la certeza de que morirá a los veinticinco: ¿qué hará en esos cinco años que le restan? ¿Trabajará para el porvenir? A buen seguro que no. Tratará de disfrutar cuanto pueda. Consideraría un engaño imponerse fatigas y privaciones carentes de objeto. Pero si tiene la certidumbre de seguir viviendo hasta los ochenta años obrará de un modo enteramente distinto, porque comprenderá la necesidad de sacrificar algunos instantes de su reposo actual para asegurarse el descanso del mañana durante largos años. Ocurre lo mismo a aquel para quien la vida futura es una certeza.
La duda en lo que atañe a la vida venidera conduce naturalmente a sacrificarlo todo a los goces de la hora actual. De ahí la excesiva importancia atribuida a los bienes materiales.
Ahora bien, esa importancia que se da a los bienes materiales excita la codicia, la envidia y los celos de los que tienen poco, contra aquellos que poseen mucho. De codicia al deseo de procurarse a qualquier costo lo que tiene el vecino no hay más que un paso. De ahí los odios, querellas, procesos, guerras y todos los males que el egoísmo engendra.
Con la duda sobre el porvenir, el hombre, agobiado en esta vida por el pesar y el infortunio, sólo en la muerte ve el término de sus padecimientos. Y como ya no espera nada, considera racional abreviarlos mediante el suicidio.
Sin esperanzas en el mañana, es del todo natural que el ser humano se sienta herido y se desespere por las desilusiones que experimenta. Las violentas conmociones que por ello sufre producen en su cerebro un quebranto que es causa de la mayoría de los casos de locura.
Si no cree en la vida futura, la presente existencia es para el hombre lo esencial, el único objeto de sus preocupaciones: todo lo relaciona con ella. De ahí que quiera gozar a cualquier precio, no sólo de los bienes materiales, sino además de los honores. Aspira a brillar, a elevarse por encima de los demás, a eclipsar a sus vecinos con su rango. De donde se siguen la descontrolada ambición y el valor que achaca a los títulos y a todos los goces e ilusiones de la vanidad, por los cuales sacrificaría hasta su honor mismo, ya que no ve que existía nada más allá.
En cambio, la certidumbre de la vida venidera y de sus consecuencias modifica por completo el orden de las ideas y hace ver las cosas bajo una luz diametralmente opuesta. Es un velo que se levanta para permitir contemplar un horizonte inmenso y esplendoroso. En presencia de lo infinito y de la grandiosidad de la vida de ultratumba se esfuma la existencia terrena, igual que los segundos se borran ante los siglos y el grano de arena frente a la montaña. Todo en esta vida se torna pequeño y mezquino, y el ser humano se asombra de la importancia que daba a cosas tan efímeras y pueriles. De ahí una calma, una tranquilidad, en medio de los acontecimientos de la vida, que es ya una dicha en comparación con el tráfago y los tormentos que se inflige, y la mala sangre que se hace vicisitudes y desengaños, una indiferencia que, quitando todo asidero a la desesperación, evita la mayoría de los casos de locura y aparta la mente de la idea del suicidio. Con la certeza del porvenir, el hombre aguarda y se resigna. Con la duda , por el contrario, pierde la paciencia, puesto que nada espera del presente.
Como el ejemplo de los que han vivido demuestra que la suma de la felicidad del mañana está en razón del progreso moral cumplido y del bien que se haya obrado en la Tierra, y la suma de la desdicha está en razón de los vicios y de las malas acciones cometidas, de eso resulta, en todos aquellos que se han convencido perfectamente de esta verdad, una tendencia naturalísima a hacer el bien y evitar el mal.
Cuando la mayoría de los hombres se hayan imbuido de tal idea, profesando estos principios y poniendo en práctica el bien, como consecuencia de ello el bien prevalecerá sobre el mal en este mundo. Ya no buscarán los hombres dañarse recíprocamente. Organizarán sus instituciones sociales con miras al bien de todos y no en beneficio de unos pocos. En síntesis, comprenderán que la ley de caridad enseñada por Cristo es fuente de ventura, aun en la Tierra misma, y basarán su legislación en dicha ley.
La comprobación del Mundo Espiritual que nos rodea y de su acción sobre el mundo corpóreo es la revelación de una de las potencias de la Naturaleza y, por consiguiente, la clave de gran número de fenómenos incomprendidos, tanto en el orden físico como en el orden espiritual.
Cuando la ciencia tome en cuenta esta nueva fuerza, que hasta la fecha ha venido a desconocer, rectificará una cantidad de errores que proceden del hecho de que todo lo atribuye a una causa única: la materia. El reconocimiento de esta nueva causa en los fenómenos de la Naturaleza será una palanca para el progreso y producirá el efecto que el descubrimiento de todo nuevo agente ocasiona. Con ayuda de la ley espírita, el horizonte de la ciencia se ensanchará, así como se ha ampliado antes al descubrirse la ley de gravedad.
Cuando desde lo alto de la cátedra de enseñanza proclamen los sabios la existencia del Mundo Espiritual y su acción en los fenómenos de la vida, inyectarán en la juventud el contraveneno de las ideas materialistas, en vez de disponerla a la negación del porvenir.
En sus lecciones de filosofía clásica los profesores enseñan la existencia del alma y sus atributos conforme a las diferentes escuelas, pero sin tener pruebas materiales. ¿No es extraño, entonces, que cuando tales pruebas han llegado, esos mismos profesores las rechacen, calificándolas de supersticiones? ¿Esto no equivale a decir a sus alumnos: «os enseñamos la existencia del alma, pero nada la demuestra»? Cuando un sabio emite una hipótesis acerca de un punto de la ciencia, busca con empeño y acoge con alegría los hechos que puedan convertir tal hipótesis en una verdad. ¿ Cómo, pues, un profesor de filosofía, cuyo deber es probar a sus alumnos que tienen ellos un alma, desdeña los medios que le permitirían ofrecerles una demostración evidente de eso?
101.
Así pues, supongamos que los Espíritus sean incapaces de enseñarnos nada que ya no sepamos, o que no podamos llegar a conocer por nuestros propios medios: es manifiesto que la sola comprobación de la existencia del mundo espiritual conduce, por fuerza, a una revolución en las ideas. Ahora bien, una revolución en las ideas acarrea, necesariamente, una revolución en el orden de las cosas. Y tal revolución es la que el Espiritismo prepara.
102.
Pero los Espíritus hacen más que eso: si es cierto que sus revelaciones se hallan rodeadas de ciertas dificultades y que exigen precauciones minuciosas para verificar su exactitud, no es menos verdad que los Espíritus esclarecidos, cuando se sabe interrogarlos y cuando les es permitido, pueden revelarnos hechos ignorados, dándonos la explicación de cosas que no comprendíamos, y ponernos en camino de un más rápido progreso. En esto, principalmente, el estudio completo y atento de la Ciencia Espírita resulta indispensable, a fin de no pedirle más de lo que puede dar y en la forma que le es posible darlo. Si excedemos los límites nos exponemos a ser engañados.
103.
Las causas más pequeñas pueden producir los mayores efectos. Así, de una minúscula semilla podrá salir un árbol inmenso; la caída de una manzana llevó a descubrir la ley que rige los mundos; los saltos de las ranas en un plato revelaron la fuerza galvánica. No de otro modo, del fenómeno común de las mesas giratorias ha surgido la prueba de la existencia del Mundo Invisible, y de esa prueba resultó una doctrina que en pocos años ha dado la vuelta al mundo y es capaz de regenerarlo por la sola comprobación de la vida futura.
104.
El Espiritismo enseña pocas o ninguna verdad absolutamente nueva, en virtud del axioma de que nada nuevo hay bajo el sol. Únicamente son absolutas las verdades eternas. Las que el Espiritismo enseña, y que se basan en las leyes de la Naturaleza, por la misma razón deben haber existido en todos los tiempos. De ahí que en la totalidad de las épocas encontremos gérmenes de ellas, que un estudio más completo y observaciones más atentas han desarrollado. Las verdades enseñadas por el Espiritismo constituyen, pues, más bien consecuencias que descubrimientos.
El Espiritismo ni «inventó» a los Espíritus. Tampoco ha descubierto el Mundo Espiritual, en el que siempre el hombre ha creído. Solamente lo demuestra por medio de hechos materiales, exhibiéndolo bajo su verdadera luz al despojarlo de los prejuicios y de las ideas supersticiosas, que engendran la duda y la incredulidad.
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